Nota: Esta es una versión adaptada del cuento original de El Traje Nuevo del Emperador, basado en la obra de Hans Christian Andersen, pensada para una audiencia infantil.

Había una vez un emperador que vivía en un reino lejano. Este emperador era muy peculiar, pues no le interesaban los asuntos de su pueblo ni tampoco los temas de gobierno. Su única preocupación era lucir siempre elegante. Gastaba grandes cantidades de dinero en vestidos y trajes magníficos, y cada día usaba uno diferente. Tanto era su amor por la ropa, que tenía una habitación especial solo para guardar sus trajes.
El emperador se pasaba horas y horas frente al espejo, admirando su reflejo y el brillo de sus ropajes. En lugar de ocuparse de sus deberes, prefería mostrar sus atuendos a sus súbditos y asegurarse de que todos lo admiraran. Un día, mientras paseaba por su palacio, se enteró de que pronto se celebraría un gran desfile en el reino. El emperador se emocionó al pensar en la oportunidad de impresionar a todos con un traje nuevo.
Al no encontrar ningún traje que considerara digno de la ocasión, el emperador decidió que debía tener el traje más espectacular de todos los tiempos. Así, ordenó a sus ministros que buscaran a los mejores sastres del mundo, aquellos que fueran capaces de crear una prenda única, especial y digna de su estatus.

No pasó mucho tiempo antes de que llegaran al reino dos sastres que decían ser los mejores del mundo. Eran hombres muy astutos y tramposos, que al enterarse de la vanidad del emperador, pensaron que podrían sacar provecho de la situación. Al presentarse en el palacio, aseguraron que ellos eran capaces de confeccionar el traje más espectacular que jamás se hubiera visto.
Los sastres le explicaron al emperador que la tela que iban a usar era mágica, tan especial que solo las personas inteligentes y dignas podrían verla. Le dijeron que aquellos que fueran necios o no merecieran sus cargos no podrían ver el traje. El emperador, fascinado con la idea de un traje que no cualquiera podría admirar, les dio una gran cantidad de oro y joyas para que comenzaran a trabajar de inmediato.
Los sastres pidieron un taller especial en el palacio y materiales de alta calidad para aparentar que estaban creando algo grandioso. Todo el reino comenzó a hablar de la misteriosa tela que solo los sabios podían ver, y muchos se sentían ansiosos y nerviosos, temiendo no ser lo suficientemente inteligentes para verla.
Día tras día, los sastres fingían trabajar arduamente en el taller. Movían sus manos en el aire, como si estuvieran cortando y cosiendo una tela invisible. De vez en cuando, pedían más hilo y aguja, y hacían como si estuvieran midiendo algo con gran precisión. Todo era una farsa, pero ellos actuaban con tal convicción que nadie sospechaba nada.
El emperador, impaciente por ver el traje, envió a uno de sus ministros de confianza para que revisara el progreso. Al llegar al taller, el ministro se quedó confundido, pues no veía absolutamente nada. Pero, temiendo que los demás lo consideraran un tonto o indigno de su cargo, decidió mentir. Con una sonrisa, le dijo a los sastres que el traje era hermoso y digno del emperador.

Cuando el ministro regresó, le contó al emperador que la tela era de una belleza extraordinaria. El emperador se sintió aún más ansioso y entusiasmado por probarse su traje mágico. No podía esperar para lucirlo frente a todo el reino.
Finalmente, llegó el día en que el emperador tendría la oportunidad de ver su nuevo traje. Los sastres lo llamaron al taller, y al entrar, él también quedó atónito, pues no veía nada. Sin embargo, al recordar que solo los sabios podían ver la prenda, decidió no decir nada para no parecer indigno. Así que, fingiendo entusiasmo, alabó el supuesto trabajo de los sastres y les pidió que le ayudaran a ponerse el traje.

Los sastres hicieron como si le colocaran delicadamente cada prenda. Le dieron vueltas y ajustaron “invisibles” cintas y botones. Mientras el emperador posaba frente al espejo, los sastres lo elogiaban, diciéndole que era el traje más maravilloso del mundo. El emperador, aunque no veía nada, se convenció a sí mismo de que debía ser realmente hermoso.
Todos los ministros y cortesanos presentes fingieron admiración, asegurando que el traje era asombroso. Nadie quería ser el único en admitir que no veía nada, pues temían perder su puesto o ser considerados tontos.
Llegó el día del gran desfile, y el emperador, sintiéndose muy orgulloso, salió a las calles del reino con su traje invisible. Los habitantes del reino estaban expectantes, ansiosos por ver la prenda mágica. Al ver al emperador, se quedaron desconcertados, pues parecía no llevar nada puesto. Sin embargo, nadie se atrevía a decirlo en voz alta, pues todos habían oído que solo los sabios podían ver el traje.
Todos empezaron a aplaudir y alabar al emperador, siguiendo el ejemplo de los ministros y cortesanos. Así, el emperador caminaba con la cabeza en alto, convencido de que era admirado por todos. La multitud lo seguía, intentando ocultar su desconcierto.
De repente, un niño pequeño, sin malicia y con toda sinceridad, exclamó: “¡Pero si el emperador no lleva nada puesto!” La gente guardó silencio por un momento, pero luego, poco a poco, empezaron a murmurar. Pronto, la risa y los comentarios se extendieron entre la multitud. Todos comprendieron que habían sido engañados y que el traje del emperador no existía.

El emperador, al escuchar las risas y los comentarios, comenzó a darse cuenta de la verdad. Miró a su alrededor y vio cómo todos lo observaban, riéndose en voz baja. Al principio, se sintió avergonzado y enfurecido, pero pronto se dio cuenta de que él mismo había sido demasiado vanidoso y crédulo.

Avergonzado, regresó rápidamente al palacio, mientras el pueblo se reía de la absurda situación. Los sastres, al ver que su engaño había sido descubierto, huyeron del reino, llevándose consigo todo el oro y las joyas que habían obtenido. El emperador, desde ese día, aprendió una valiosa lección: dejó de lado su vanidad y comenzó a preocuparse más por su pueblo y por su deber como gobernante.
Así, el emperador nunca volvió a obsesionarse con su ropa, y aunque sus súbditos nunca olvidaron aquel desfile tan peculiar, todos vivieron mucho más felices y en paz en el reino.
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