Nota: Esta es una versión adaptada del cuento original de La Pequeña Cerillera, basado en la obra de Hans Christian Andersen, pensada para una audiencia infantil.

Había una vez una niña muy pobre que vivía en una gran ciudad. Era invierno, y hacía mucho frío. La nieve cubría las calles y el viento helado hacía que todos se abrigaran con bufandas, guantes y gorros. La niña, a quien todos conocían como la pequeña cerillera, no tenía abrigo ni zapatos. Sus pies descalzos estaban rojos por el frío, y sus mejillas tenían un color sonrosado que contrastaba con la palidez de su carita.
Era una noche especial, la noche de navidad. Todos estaban en sus casas calentitos, disfrutando de la cena con sus familias, pero la pequeña cerillera estaba sola en la calle. Tenía una canasta llena de fósforos que intentaba vender para ganar unas monedas y poder comprar algo de comida. Sin embargo, nadie se detenía a comprarle, y algunos incluso la miraban con indiferencia.

A pesar de la nieve y el frío, la niña no perdía la esperanza. Caminaba por la ciudad deseando que alguien la notara y le comprara aunque sea un fósforo. "¡Fósforos! ¡Fósforos!", gritaba con su dulce voz, pero nadie respondía. El frío empezaba a ser tan intenso que la pequeña apenas podía mover los dedos de las manos.
La pequeña cerillera caminó hasta encontrar un rincón donde el viento no soplara tan fuerte. Se sentó en el suelo y abrazó sus rodillas para conservar el calor, pero el frío era cada vez más fuerte y comenzó a temblar. Miró hacia las ventanas iluminadas de las casas y pudo ver familias reunidas, cenando y riendo alrededor de mesas llenas de comida y regalos.
Imaginaba cómo sería estar al otro lado de esas ventanas, sentada a la mesa con comida caliente y arropada. Pero, al abrir los ojos, la realidad volvía a ser la misma: estaba sola, en el frío, y sin una sola moneda. Se quedó mirando los fósforos que tenía en su canasta y pensó que, tal vez, encender uno le daría un poco de calor.
Tomó un fósforo, lo encendió y lo acercó a sus manos temblorosas. La pequeña llama se iluminó, y de inmediato sintió el alivio del calor en sus dedos. La luz era suave y cálida, y por un instante, le pareció estar en un lugar diferente, un lugar donde el frío no existía.

Mientras miraba la pequeña llama, la niña comenzó a ver algo maravilloso: en lugar de la fría calle, parecía estar frente a una estufa de hierro, igual que la de su abuela. La estufa irradiaba calor y llenaba el aire de un aroma a leña. Se sentía tan real que la niña estiró las manos para calentarse aún más, pero, en ese instante, el fósforo se apagó, y la visión desapareció.
De nuevo en la oscuridad, la pequeña cerillera se sintió aún más sola. Pero el recuerdo de la estufa fue tan reconfortante que decidió encender otro fósforo, esperando que algo parecido sucediera. Al prender el segundo fósforo, una nueva visión apareció: vio una mesa grande, cubierta con platos de comida deliciosa, pan caliente, frutas frescas y pasteles.
El estómago de la niña gruñó de hambre mientras miraba el banquete. Imaginaba estar ahí, probando cada plato, llenando su barriga vacía. Pero cuando el fósforo se apagó, la visión desapareció, y volvió a sentir el frío y la soledad. A pesar de todo, cada fósforo encendido la hacía sentirse menos sola, aunque fuera por unos segundos.

La niña no pudo resistirse a encender un tercer fósforo. Esta vez, la visión fue aún más maravillosa: vio un árbol de Navidad resplandeciente, decorado con velas, cintas y adornos brillantes. Las luces parpadeaban suavemente, y en la cima del árbol había una hermosa estrella dorada. La niña deseó poder tocarlo, acercarse y contemplar cada detalle.
En su corazón, soñaba con tener una Navidad tan alegre como la que estaba viendo. De repente, la pequeña cerillera recordó las historias que su abuela le contaba sobre los ángeles y el cielo, y deseó que su abuelita, que ya no estaba con ella, pudiera estar cerca para consolarla. Sin darse cuenta, una lágrima rodó por su mejilla.
La visión del árbol de Navidad desapareció junto con la llama, y una profunda tristeza la invadió. La niña tomó otro fósforo, queriendo ver algo que le devolviera la esperanza. Prendió la llama, y esta vez, vio a su abuela, sonriente y cariñosa, extendiéndole los brazos para abrazarla.

La abuela de la pequeña cerillera era la persona que más había querido en el mundo. La niña la había perdido hacía algún tiempo, pero siempre recordaba su cariño y sus historias llenas de amor y esperanza. Al ver a su abuelita en la luz del fósforo, la niña sonrió y estiró sus manos hacia ella, como si pudiera alcanzarla.
Sentía que, de algún modo, su abuela estaba allí para cuidarla, y no quería que esa visión desapareciera. Encendió otro fósforo y luego otro, queriendo mantener viva la imagen de su abuelita, que parecía más cercana con cada llama. La pequeña cerillera ya no sentía frío ni hambre, solo una paz profunda en su corazón.
Con la última llama, la niña sintió que su abuela la envolvía en un cálido abrazo. La pequeña cerró los ojos, confiada y feliz, como si estuviera en casa de nuevo, sin frío, sin soledad, y con el amor que tanto había anhelado.

A la mañana siguiente, la ciudad despertó y encontró a la pequeña cerillera en la misma esquina, sentada en la nieve, con una expresión serena en el rostro. Parecía estar dormida, pero todos sabían que su espíritu se había marchado, llevándose consigo una paz que no había tenido en vida.
Nadie pudo explicarse de dónde provenía la sonrisa en su rostro, pero en el cielo, justo al amanecer, apareció una nueva estrella brillante, y aquellos que la conocieron sintieron que la pequeña cerillera había encontrado la felicidad que merecía. Ahora estaba en un lugar cálido y luminoso, junto a su abuelita, rodeada de amor y paz.
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