Nota: Esta es una versión adaptada del cuento "Platero y yo" atribuida a Julio Ramón Riveiro, pensada para una audiencia infantil.

En un pequeño pueblo bañado por la luz dorada del amanecer, vivía Platero, un burro de suave pelaje y ojos expresivos. Acompañado por una anciana sensible, sus días estaban llenos de aventuras, reflexiones y la magia de la naturaleza. Esta historia celebra la amistad, la belleza de lo sencillo y la poesía que se esconde en lo cotidiano.

En las primeras horas de la mañana, cuando la brisa acariciaba suavemente los campos, una anciana se encontró con Platero en la entrada de un pequeño corral. El burro, de pelaje gris perlado y mirada tierna, parecía esperar a alguien con la paciencia de quien entiende los secretos de la vida.
La anciana, con voz pausada y llena de asombro, se acercó a Platero y sintió de inmediato una conexión especial. Cada brizna de hierba y cada rayo de sol parecía contar una historia en su presencia.
Platero se mostró dócil y juguetón, moviendo sus orejas y dejando escapar un suave relincho que parecía saludar al nuevo amigo. El ambiente se llenó de un sentimiento cálido, como si la naturaleza misma se alegrara de aquel encuentro.
Así comenzó una amistad sincera, en la que cada paseo, cada mirada y cada silencio compartido se transformaba en poesía viva.

Cada día, la anciana y Platero recorrían los senderos del campo, descubriendo la belleza oculta en cada rincón de la naturaleza. Bajo la sombra de grandes robles y en medio de praderas salpicadas de flores silvestres, compartían largos paseos que despertaban los sentidos y el alma.
El burro, con su andar pausado y elegante, parecía marcar el ritmo de la vida en el campo, mientras la anciana describía en versos la brisa, el aroma a tierra mojada y el canto lejano de los pájaros.
En cada paso, Platero se detenía para oler las flores o para mirar el horizonte, y la ancina aprovechaba esos momentos para reflexionar sobre la simplicidad y la pureza de la existencia.
Las tardes se transformaban en un lienzo de colores cálidos y suaves, y la amistad entre hombre y animal se hacía cada vez más fuerte, uniendo sus corazones en una comunión silenciosa.

En sus recorridos, la anciana y Platero se aventuraron más allá de los caminos conocidos, descubriendo pequeños arroyos, bosques encantados y prados secretos. Cada nueva ruta era un descubrimiento, una invitación a ver el mundo con ojos renovados.
El burro, siempre curioso, se adelantaba con seguridad mientras la anciana lo seguía, maravillada por cada detalle: la forma de las hojas, el murmullo del agua y el brillo fugaz de los insectos.
En uno de esos paseos, encontraron un claro donde la luz jugaba entre las ramas, y la anciana se sentó junto a Platero para escribir versos que capturaran la magia del momento.
Las aventuras compartidas se convertían en pequeñas epopeyas, en las que la amistad y el amor por la naturaleza se entrelazaban para crear recuerdos imborrables.

Al caer la tarde, cuando el cielo se teñía de anaranjados y morados, la anciana y Platero se detenían a contemplar la inmensidad del mundo. Sentados en lo alto de una colina, observaban cómo el sol se despedía lentamente, dejando un rastro de luz que parecía abrazar la tierra.
En esos momentos de calma,la anciana reflexionaba sobre la fugacidad de la vida y la belleza que reside en lo efímero. Platero, con su mirada serena, parecía compartir esos pensamientos en un silencio cómplice.
Las sombras se alargaban, y cada rayo de luz se convertía en un poema, en una promesa de un nuevo amanecer. La conexión entre la anciana y su fiel amigo se volvía aún más profunda, alimentada por la magia del crepúsculo.
Al final del día, el corazón de la anciana se llenaba de gratitud por cada instante compartido con Platero, comprendiendo que en lo sencillo reside la verdadera grandeza.
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